Con frecuencia, el amor, respeto y apego que la gente muestra a sus padres cuando son niños, se pierden cuando se hacen adultos. Incluso vemos niños peleando por sus padres, con sus hermanas y hermanos, “¡ella es mi madre, no la tuya!” o “¡este es mi padre, no el tuyo!” Cuando estos mismos niños crecen, su desinterés por el cuidado de sus padres, los hace decir justo lo contrario: “¡Ella es tu madre!” o “¡él es tu padre!”
En cierta ocasión, un anciano fue a una tienda de reparación de teléfonos y dando su móvil al dependiente le dijo: “Por favor, mire a ver que falla en mi teléfono, no recibo ni una llamada de mis hijos.” Su corazón paterno era incapaz de admitir que sus amados hijos a quienes tanto amaba no le llamaran. Los padres prefieren creer que sus hijos los llaman a menudo pero que las llamadas no llegan a causa de algún problema en el teléfono.
Nuestra deuda con nuestros padres no tiene precio. Debemos tener en cuenta, que cualquier oportunidad que tengamos de servirlos y cuidarlos es una gracia de Dios. A menudo Amma oye decir a la gente: “Ojalá mis padres vivieran aún. Me siento muy culpable cuando pienso cuanto los descuidé cuando vivían.” Aseguraos de hacer todo lo posible para evitar albergar en cualquier circunstancia tal sentimiento en vuestro interior. El pasado nunca vuelve. Mientras estén vivos tenemos el deber de amarlos y cuidarlos lo mejor que sepamos.
El deber de ser hijo no termina llamando a vuestros padres por teléfono cada pocos meses o el Día de la Madre o del Padre. Eso sería como dar a un sediento unos cubos de hielo en lugar de un gran vaso de agua pura. Los jóvenes deberían recordar que pronto ellos estarán en el mismo estado que sus padres y abuelos están ahora. Nunca olvidéis que lo que damos hoy es lo que recibiremos mañana.
Comprended los corazones de vuestros padres mayores y comportaos en consecuencia. Que la pena de su vejez se derrita en la nada por la luz de vuestro amor. No hay mayor gracia que pueda venir de cualquier otro lugar.